¿Por qué pudo el Papa mediar entre Cuba y EEUU?

Claudia Peiró

El anuncio de un cambio de política de los Estados Unidos hacia Cuba –y viceversa, ya que este giro no hubiera sido posible sin un previo diálogo entre los dos Estados- es una buena noticia para la región. Ambos actores destacaron el papel que cumplió el papa Francisco en este acercamiento, en calidad de “mediador”.

¿Por qué pudo el Papa desempeñar ese rol?

En primer lugar, sencillamente porque se lo propuso. Es algo que no pareció pasar por la cabeza de ninguno de los líderes latinoamericanos que en los últimos años se han vinculado con Cuba con fines más mediáticos que de otro orden, para confortar a sus electorados progresistas con una versión en color sepia de una Revolución que ya no existe, que ha fracasado en toda la línea, para únicamente dejar paso a un régimen anacrónico, autoritario e incapaz de llevar a su pueblo hacia el desarrollo de sus potencialidades.

Ninguno de los presidentes bolivarianos, unasureños, o de cualquier otra sigla que se haya promovido en estos años en la región, formuló jamás iniciativa alguna en el sentido de la historia; sólo hubo retórica, complaciente hacia un lado, condenatoria hacia el otro. Inconducente en ambos casos.

En segundo lugar, Francisco también pudo hacerlo porque tiene la autoridad para ello.

En el escenario internacional actual se pueden identificar poderes mundiales, pero no autoridad. Habiendo los organismos multilaterales surgidos tras la Segunda Guerra Mundial agotado buena parte de su legitimidad, porque no han generado espacios de mayor participación en la toma de decisiones a nivel mundial, el mundo vive una orfandad de liderazgos y una ausencia de ámbitos de legitimación de las decisiones.

No hay voces de impacto planetario desde la política. No hay “tribunal” donde dirimir los conflictos sin violencia. Pero casi todos los actores –incluso las grandes potencias mundiales- están dispuestos a escuchar la palabra del Papa, y muchos hasta esperan su intervención ante los conflictos. Porque su influencia deriva de la autoridad y no de un poder físico.

Y, para dirimir sus diferencias, los poderes únicamente aceptan remitirse a un estatus de autoridad, porque sólo ahí confían en que quien lo ejerce, lo hará en términos de una justicia aceptada y reconocida por un mayor grado de conjunto que si unilateralmente se lo hace desde el puro ejercicio del poder fáctico.

En tercer lugar, sólo puede ser actor de la historia quien tiene conciencia de ésta. Y detrás de esta iniciativa de Jorge Bergoglio, de tender puentes entre dos partes enfrentadas, hay una correcta lectura geopolítica, que se inscribe en la tradición vaticana –como continuador de la obra de Juan Pablo II, el primer Papa que tendió una mano a Cuba- y en la lectura de las necesidades tanto de Washington –de redefinir las bases de su influencia regional- como de La Habana, de adelantarse a lo inevitable.