Que los cenáculos culturales afines al kirchnerismo son una secta es tan sólo una verdad de Perogrullo. Galasso le dice no al Instituto Dorrego, porque ve en alguno de sus componentes cierta inclinación nacionalista, rosista-uriburista, y O’Donell, despechado, descalifica luego a Galasso por tener un esquema de análisis marxista. Estos desencuentros entre kirchneristas son raros, máxime cuando vemos que en la inauguración del Congreso del Instituto Dorrego, tres de los que estaban sentados a la mesa son marxistas. Y no lo digo con espíritu macarthista, sino sencillamente porque no se entienden estas descalificaciones mutuas entre bueyes sin cornamentas. Si así son entre ellos, ¡cómo serán con los de afuera! Extremadamente ásperos y descalificatorios. De cada idea hacen un asunto de vida o muerte. Patriota o cipayo. Bueno o malo. Negro o blanco.
El origen de las discordias
Con la irrupción, al finalizar la primera guerra mundial, de la revolución soviética y de los distintos nacionalismos en boga en Europa, se extendió la creencia, pronto asumida masivamente, de que las instituciones liberales ya nada tenían para ofrecer. A derecha e izquierda creció la idea de revolución como única posibilidad de cambio. La llegada a nuestras playas de la nueva atmósfera mundial ganó adeptos y la crisis del 30 cerró un ciclo. Sin embargo la idea de dependencia o imperialismo, que hoy reactualiza el kirchnerismo cultural a través del Instituto Dorrego, no fue originaria de nuestro país. Habían contribuido a su desarrollo, por un lado el pensamiento de Lenin, quien en su líbelo “El imperialismo, etapa superior del capitalismo” actualizó el marxismo de cara al siglo XX. Y por el otro, el auge de los nacionalismos alemán, italiano y japonés que profesaban el mismo discurso contra Gran Bretaña y los EEUU, en su condición de naciones liberales. Samir Amin, Franz Fanon, Edward Said, Noam Chomsky y Paulo Freire, entre otros, abrazaron la doctrina del imperialismo y la dependencia cultural. En nuestro país, Raúl Scalabrini Ortiz en el prólogo a su libro Historia de los ferrocarriles argentinos, copió textualmente y sin citar párrafos del libro de Lenin.
En definitiva, una síntesis de nacionalismo y marxismo hizo furor en el mundo y particularmente en Iberoamérica, mientras el internacionalismo de fines del siglo XIX se hundía profundamente desacreditado. A partir del 30 emergió, entonces, un mundo compartimentado, hermético, con naciones que se tabicaron bajo un fuerte proteccionismo económico y un relato ideológico que cerraba por “arriba” la realidad subyacente. El nacionalismo y el socialismo en un sólo país fueron el cuerpo doctrinario de aquella realidad. En paralelo el liberalismo sucumbía de la mano de Keynes en Inglaterra y de Prebisch y Pinedo en la Argentina.
El revisionismo histórico y el peronismo
La visión histórico-política de los nacionalistas se agrupó en torno al Instituto Juan Manuel de Rosas. Con el afán de desandar la historiografía liberal, a la que denominaron “Historia Oficial“, buscaron en el pasado sus raíces para no aparecer como una doctrina importada. ¡Como efectivamente lo era! Y de tanto revisar la historia construyeron un linaje, un tanto caprichoso. Pero como sea, lo realizaron. Pasado y presente fueron enlazados en una hermenéutica armónica, con un subido sesgo mecánico. Lo cierto fue que el peronismo mientras gobernó fue refractario al revisionismo. Perón se hallaba más cerca del liberalismo que de cualquier otro sistema de ideas. Fue su caída, por la irracionalidad de la revolución del ’55, lo que llevó al peronismo, en la clandestinidad, a encontrar en el revisionismo sus colores y sonidos. Y una nueva camada de intelectuales se sumó a la anterior para direccionar a un peronismo inerte. Jauretche, Murray, José María Rosa, Abelardo Ramos, Hernández Arregui, fueron algunos de los intelectuales que contribuyeron a esa mutación. La rebelde clase media en su sector juvenil universitario y no universitario devoró, insaciable, a dichos pensadores.
El eje fundamental de aquellos escritos se afirmaba en la necesidad de construir una identidad cultural argentina, que el liberalismo decimonónico había destruido. ¿El objetivo? Ser un país autónomo e independiente. Afirmándose en su mercado interno y en “vivir con lo nuestro”, según lo indicaba la dirección de la política mundial. Finalmente, el pensamiento “nacional”, como se autotituló, ganó la batalla cultural contra el liberalismo “extranjerizante”. Al menos así lo creo, cuando observo que la élite política argentina, en su totalidad, aceptó, sin chistar, todas y cada una de las nacionalizaciones y estatizaciones celebradas por el actual gobierno. El Instituto Dorrego más que bochinchear contra la “Historia Oficial”, de sesgo liberal, debiera sacarse la careta y asumir que la historia oficial son ellos, pues es la vertiente que ha triunfado, luego de ochenta años de prédica. Sin embargo dejo una pregunta: si la lucha contra el imperialismo guardaba relación con la atmósfera cultural de aquellos años, ¿qué tiene que ver este pensamiento con la actualidad? Cuando China, India, Vietnam y Brasil, entre otros, se abren al mundo, ¿se integran sin complejos de aculturación o pérdida de la identidad? Nuevos vientos soplan en el mundo y el kirchnerismo se refugia en el pasado.