Por: Daniel Lipovetzky
“Si los pueblos no se ilustran, si no se vulgarizan sus derechos, si cada hombre no conoce lo que puede, vale, debe; nuevas ilusiones sucederán a las antiguas y será tal vez nuestro destino, cambiar de tiranos sin destruir la tiranía”. La frase pertenece a Mariano Moreno, ilustre colega pensador de nuestra Revolución de Mayo, y goza de una candente actualidad.
Son tiempos complejos para la labor cotidiana de los abogados. En primer lugar, porque no siempre es lo reconocida que debería serlo, pero además, porque enfrentamos habitualmente un servicio de Justicia lento, poco amigable, sin estándares mínimos de calidad de gestión y, muchas veces, influido o condicionado por poderes ajenos.
Es la instancia que nos tocó, en los tiempos en que estamos aquí para llevar adelante nuestra función, que no es otra que la tutela de los derechos de nuestros asistidos. ¿Quiénes son ellos? Ciudadanos, mujeres y hombres de nuestra república que perciben que algunos de sus inalienables derechos han sido menoscabados y deben recurrir a nosotros, los abogados, para que poniendo en juego nuestros conocimientos y nuestro mayor esfuerzo consigamos el objetivo de hacer cumplir la ley.
Porque nosotros lo sabemos mejor que nadie, sin abogados no hay Justicia. Y ese rol se ha ido transformando gradualmente en cada vez más sustancial para nuestra sociedad. Porque aquellos derechos inmanentes al ser humano, individuo, ciudadano, que deberían encontrarse sobreentendidos, palpables, son cada vez más ignorados y luego vulnerados con una flagrancia sorprendente. ¿Cuánto se asemeja este funcionamiento al de una tiranía?
Y la historia, de pronto, nos otorga un rol adicional, que sobrepasa largamente el mero hecho de defender los derechos de un particular, o hacer cumplir sus deberes a la contraparte. Nos pone en el lugar de custodios del único instrumento que nos permite convivir en paz: la ley, el Estado de derecho. Lo que nos exige, además, que la demos a conocer a nuestros conciudadanos, que no tienen por qué tener nuestros conocimientos técnicos, pero que sí deben tener conciencia de una suerte de plano general de sus derechos básicos inalienables.
Porque el Estado no se ha ocupado hasta hoy de que los derechos del pueblo se difundan o “se vulgaricen”, como dice Moreno. Los mantiene ocultos, los vulnera de forma tan abierta que parece que no existiesen. Conocer lo que podemos y lo que debemos es la base fundamental de nuestro desarrollo como sociedad y allí es donde los abogados debemos hacer docencia.
Ningún ejemplo de lo dicho es mejor que la apresurada sanción del nuevo Código Civil y Comercial, plagado de lagunas, de leyes complementarias y desprolijidades, e impulsada su vigencia con una urgencia inexplicable, de manera que nadie puede comprender con exactitud a qué debe atenerse en su vida cotidiana. Podría pensarse, tal vez, que justamente este es el funcionamiento típico de las tiranías.
Cada vez que permitimos, que miramos atónitos cómo se restringen derechos de terceros, cómo se destroza la división de poderes, o cómo se manipula a los magistrados, deberíamos estar viendo, además, que seremos los próximos afectados, que es muy posible que el siguiente ciudadano que demande nuestra asistencia técnica se haya visto vulnerado por semejantes profanaciones a nuestro orden constitucional.
Es por eso que en nuestro día los invito a pensar en esta función adicional que nos compete de cara al futuro, una que no podemos ignorar porque nos la han impuesto la historia y el espíritu de los tiempos. Está en nuestras manos evitar el simple cambio de tiranos, mientras la tiranía continúa indemne.