Por: Daniel Muchnik
Los expertos en opinión pública confirman que el 50 por ciento de los que van a votar a fin de año el cambio presidencial están flotando en las nubes. Me refiero a su condición ciudadana, a que no muestran actividad que implicaría decisión o pasión política, adhesión a determinados principios y lealtad al mejor candidato entre ellos. Todo lo que huela a política no les interesa.
Si aquellos que, movilizados por situaciones acuciantes (la muerte de Nisman, los desatinos del oficialismo y de la Presidente en particular), creen que todo el mundo, al unísono, desafía la desmesura gubernamental, se equivocan. Los que van a participar en la marcha del 18, los que siguen atentos las informaciones, los que están comprometidos con el destino nacional, no son pocos, pero tampoco son muchos, tampoco son todos. Una parte de la población ha quedado al margen. Sólo la mirará por televisión. Los entusiasmos de antaño han mermado.
Sobre este terreno pringoso y peligroso tendría que estar trabajando la oposición a la administración cristinista. Deberían pensar cómo, con qué, a través de qué, se podría atraer a esa mitad del continente electoral para el que la política no importa. Pero no están, no aparecen. Los opositores que están actuando son varios parlamentarios destacados y activos y alguno que otro dirigente partidario. Pero no lo hacen las figuras que podrían decidir el tiempo que viene a partir de 2016. ¿Dónde están? ¿Cuáles son sus agendas? ¿Qué planes presentarán? ¿Qué temas privilegian? ¿Qué harán si se consagran?
El espacio decisorio está ocupado, en estos meses, por el oficialismo que grita todos los días, con eco o sin eco, con desesperación o sin ella, y fija agenda, por el proyecto Scioli, por el proyecto Massa y por el proyecto Macri. Los otros no están. El radicalismo está sumido en una ardiente polémica interna para marcar cuál es el rumbo correcto, si siguen en UNEN o se alían con los que están marcando la cancha. Los radicales, los socialistas, las agrupaciones más pequeñas que conformaban un frente opositor, una coalición, siguen a la expectativa, y a medida que pasan los días la incertidumbre de los que los que están pendientes de ellos es mayor. Ya no es una pugna de narcisismos, como lo fue hasta fines del año pasado. Ahora están atados a un poderosísimo signo de interrogación, que los envuelve y parece paralizarlos.
¿Qué hacer? ¿Tirar del ovillo del caso Nisman para saber las conflictivas interioridades del atentado a la AMIA y correr el telón sobre el propósito del acuerdo con Irán? Y si se logra, ¿cuáles serán las consecuencias de todo tipo que aparecerán?
¿Con eso ganaríamos en el rescate de la institucionalidad perdida? Muchos consideran que el entendimiento con Bagdad fue a partir de un pedido del fallecido ex-presidente Chávez, que era el eslabón más importante de la presencia de Irán en América Latina, lo mismo que Evo Morales en Bolivia. El ex-ministro y periodista Rodolfo Terragno apunta a un tema más palpitante: el acuerdo consistiría en la provisión de Tecnología Nuclear a Irán, que no ha logrado cerrar el circuito del conocimiento definitivo en ese terreno para convertirse en uno de los mayores peligros para toda la región y para Israel en particular.
Otra pregunta: ¿la cerrazón se abrirá de pronto tras la marcha del 18 de febrero? ¿Tomarán conciencia los políticos de la oposición de que tienen que apresurarse si quieren los votos necesarios para llegar al poder? Esta es una película que va por capítulos. Como el cine que veían nuestros abuelos y bisabuelos. La heroína estaba cruzada sobre las vías, atada, angustiada, maltratada por los “malos”, para ser aplastada por el tren, mientras a lo lejos la locomotora avanzaba a toda marcha. En ese momento justo concluía el capítulo.