Justo ahora que el Estado colombiano, según avistamos, va a sufrir la peor humillación desde la dolorosa separación de Panamá. Cuando se prepara, con total cinismo un golpe de Estado por medio del establecimiento de un poder paralelo, o dual, como diría Gramsci o Lenin.
Porque, ¿de qué otra forma llamar a este esperpento, el presidente Juan Manuel Santos, que, en desafortunada declaración, confirmó estar negociando para avalar los “acuerdos de La Habana”? El tal “congresito”, al que le cambian el nombre por “Comisión Legislativa”, el mismo perro con distinta guasca, no es otra cosa que un golpe a nuestra democracia y a la constitución que la sustenta.
En su composición: al incorporar a individuos sub judice y condenados por delitos atroces y a personas no elegidas por el constituyente primario. En sus funciones: porque queda habilitada para renunciar a los tratados internacionales que en materia de justicia ha firmado Colombia y que según la retórica de “expertos” nacionales y extranjeros, como el delegado de la ONU, el exfiscal de la CPI y el presidente de la Corte Suprema, no pueden ser un obstáculo a la paz, para que las guerrillas se autoexculpen. Para inventar cárceles sin barrotes, penas sin cárcel, resarcimiento de víctimas sin reparación material, zonas vedadas a la Fuerza Pública, violar la Constitución Nacional…
El presidente Santos ofende la inteligencia de la mayoría de colombianos creyendo que cambiándole de nombre a sus regalos pasarán inadvertidos. Por más que diga y repita que no habrá paz sin impunidad, sí la habrá, pues, penas sin prisión no dejan de ser una burla al sentido común.
Justo ahora que el Gobierno ha debilitado el mando de las Fuerzas Armadas, que ofrece dádivas a cambio de muy poco, que disculpa a priori a quienes derriban aeronaves de la FAC y masacran soldados. Justo ahora, que firmará una “tregua larga” (¿Diez años como planteó el filósofo de la negociación Sergio Jaramillo? ¿Veinte? ¿O hasta que se cumplan todas las exigencias de los nuevos representantes del pueblo?) y condena como “enemigo de la paz” a más de medio país.
Justo ahora, por razones insuperables e incapacidad para enfrentar amenazas y “matoneo” de un portal innombrable y de un sujeto especializado en hacer de la injuria su herramienta argumental, me veo obligado a hacer un receso.
Haber leído, entre otras, la novela del destacado escritor cubano Leonardo Padura, El hombre que amaba a los perros, me ha dejado buenas enseñanzas sobre hasta dónde pueden llegar en maldad los militantes comunistas en nombre de la causa suprema. Los amantes de la buena literatura y muy especialmente los intelectuales y los académicos, deberían leer el apasionante relato sobre el operativo montado por la agencia de seguridad soviética NKVD, con supervisión personal de Stalin, para deshacerse de Trotsky, su principal enemigo, acusado de traición a la revolución y de los desastres de la economía soviética.
El relato es denso, requiere de la concentración extrema del lector para enlazar cuatro historias, la del asesino, Ramón Mercader, la del dictador Stalin con su paranoia y sueños de grandeza, la del perseguido sobre el que no deja de apuntar sus grandes calidades intelectuales, al igual que sus despiadadas órdenes de guerra de exterminio al Ejército Rojo del que fue fundador-jefe, y la del propio Padura, que, en primera persona, narra sus encuentros con el asesino en playas cubanas.
Sin apartarse del tema, Padura desliza, en elegante prosa, su desencanto con la Revolución Cubana por el maltrato a las libertades y la democracia, justificado como necesario en el malogrado intento de creación de la “nueva sociedad y el nuevo hombre”.
La novela lleva a profundas reflexiones sobre los crímenes y los desastres del proyecto totalitario. A mí me ratificó lo que ya sabía a lo largo de un proceso paulatino de renuncia. Más que las disquisiciones entre teóricos marxistas, muchos de los cuales trataron y tratan de salvar lo bueno o lo positivo de la doctrina y que se avergüenzan de abjurar por temor a que los tilden de reaccionarios, la literatura del desencanto con tal sistema, escrita impecable y vivencialmente, me ha servido para comprender que las utopías religiosas trasladadas a la política son caldo de cultivo del dogmatismo y derivan, indefectiblemente, en tragedias como las provocadas por el nazismo, el fascismo y el comunismo, apoyados en ideas de superioridad de una raza, una nación o una clase.
En la misma dirección tenemos la novela El libro de un hombre solo, del escritor chino Gao Xingjian sobre la orgía anticultural de la Revolución Cultural de Mao, la de Milan Kundera, La insoportable levedad del ser, escrita en el contexto de la invasión soviética y de tropas del Pacto de Varsovia a la república Checa para ahogar la primavera socialista, los relatos de Sándor Márai sobre la ocupación rusa de Hungría. Y, por supuesto, la obra de Mario Vargas Llosa y la de Octavio Paz, que descubrieron tempranamente la deriva dictatorial procomunista de la Revolución Cubana.
Carezco de la importancia y de la influencia que me adjudica gratuitamente ese portal, ese columnista y muchas personas del mundo académico e intelectual. Pero no tengo duda de que gracias a ellos hago parte del “registro” de quienes hablan de reconciliación mientras van matoniando a quien no piensa igual. No estoy para proezas inútiles, por eso no acepto el debate en términos tan desiguales. Ellos tienen detrás un aparato armado y lobos bien camuflados, capaces de cazar patos y liebres.
A mis lectores, a mis críticos leales, muchas gracias por dedicar unos minutos a leer mis opiniones. Al diario El Espectador y a su director, don Fidel Cano, mis agradecimientos por brindarme este espacio y mi apoyo a su defensa de la libertad de expresión.
Justo ahora, me daré un receso.