La Corte Constitucional tiene en sus manos decisiones trascendentales para el presente y el futuro del país. El plebiscito, la conformación de una comisión legislativa o “congresito” y los poderes especiales para el presidente de la república, todos ellos en función de legitimar y desarrollar los consensos fruto de los acuerdos entre el Gobierno nacional y las Fuerzas Armadas Revolucionaras de Colombia (FARC).
La sociedad colombiana estará pendiente y en ascuas durante los meses venideros, a la espera del pronunciamiento inobjetable y definitivo de dicha corporación, que los puede considerar exequibles o inexequibles, parcial o totalmente y hasta podría intervenir modulando sus contenidos.
Después de la Guerra de los Mil Días, Colombia, no obstante su historia llena de vicisitudes y violencia política, pocas veces se ha visto encarada, como ahora, ante definiciones que pueden alterar en grado superlativo su rumbo. Sabemos que es difícil comparar coyunturas de alta tensión, puesto que cada momento está rodeado de circunstancias irrepetibles y únicas. Sin embargo, es válido reflexionar, ya que aún no se ha consumado nada, si se justifica apostar la suerte del país para atraer a una agrupación guerrillera y terrorista al campo de la institucionalidad.
Los defensores de los términos de esas conversaciones sostienen que la paz es un bien supremo en cuyo nombre se debe hacer todo tipo de sacrificios y concesiones. Traen a cuento que la Constitución política consagra la búsqueda de la paz como deber de los gobernantes, como si ese mandato dijera que tal propósito tiene que hacerse a cualquier costo, incluso violando la Constitución.
Los acuerdos hasta hoy firmados y los que todavía faltan, en principio y según las palabras del presidente Manuel Santos y de sus altos funcionarios de paz, estarían limitados a los cinco puntos estipulados en el documento con el que se abrió paso a las conversaciones. Los temas estructurales de la agenda nacional, el estatus de las fuerzas militares, la Constitución no estarían en la mesa.
El resultado que tenemos entre manos, ad portas del punto final del farragoso, voluminoso y ambiguo texto, es todo lo contrario de lo dicho y prometido. Entre otros asuntos de suma gravedad, se contempla un cuestionamiento a la llamada gran propiedad agraria y se facultaría al Presidente para dictar medidas de reforma agraria en términos que en una economía globalizada y altamente competitiva serían una catástrofe para el campo.
En el tema de la representación política, según las leyes sobre las que debe pronunciarse la Corte, se contempla la anulación de los impedimentos constitucionales para que responsables de crímenes de lesa humanidad, de guerra y de genocidio sean elegibles y, además, se le da poder al Presidente para conceder cargos en el Congreso de la República y en otras corporaciones de elección popular a guerrilleros incursos, procesados y hasta condenados por esos delitos. Hay más exabruptos, como la impresentable teoría de las restricciones a la libertad, en vez de penas efectivas de prisión para quienes confiesen delitos atroces.
La Justicia es una de las instituciones más afectadas en los acuerdos. Primero, porque se desconocen los tratados y los convenios sobre derechos humanos y derecho internacional humanitario firmados por Colombia cuyos contenidos forman parte del bloque de constitucionalidad. De esa manera, se desatiende y se entra en rebeldía ante la Corte Penal Internacional con la invención y la creación de un tribunal especial cuya composición no se ha definido, cuyos integrantes no se sabe quién los va a nombrar y cuyos fallos serán inapelables, además de que estarán por encima de nuestro máximo tribunal, que es la Corte Constitucional.
El plebiscito como mecanismo de consulta a la población sufrió una castración total en esa función al ser reducido el umbral de participación a un ínfimo 13%, como si a la población se le fuera a preguntar si quiere comer pan o pastel. Contiene el mortal veneno de encerrar decenas de acuerdos difíciles de digerir y entender por el común de las gentes en una sola pregunta que, de acuerdo con la dinámica publicitaria y retórica del Gobierno y sus aliados, invitaría a los colombianos a escoger entre la paz o la guerra.
Las propuestas del Congresito y de los poderes especiales para el Presidente constituyen un flagrante harakiri constitucional, prohibido taxativamente por jurisprudencias vigentes. El primero representa la modificación de la función esencial del Congreso, a saber, legislar, pues no podrá presentar iniciativas, sino estudiar las que presente el Ejecutivo. Conforma una nueva sección o una comisión en el Congreso que, por la importancia y la gravedad de los asuntos a tratar, implica, de hecho, la anulación del Congreso pleno, acción que, a no dudar, es conocida como golpe de Estado constitucional.
Y el presidente Santos, imbuido de poderes especiales, de buenas a primeras, como si el conjunto de las instituciones del país no fuesen suficientes para responder a los desafíos de los acuerdos y como si la búsqueda de la paz justificara el hundimiento de la separación de poderes, tendría en su poder demasiados y muy delicados temas. Podría saltarse todas las cortapisas y los contrapesos consagrados en la Constitución.
La Corte Constitucional puede, pues, evitar convertir la paz en un bien supremo, superior a toda ley y, por tanto, a la propia Constitución, y que se divida artificialmente a la sociedad en amigos y enemigos de la paz, mientras en el grupo de los primeros se cuelan los responsables de crímenes de lesa humanidad y de guerra.