Por: Diego Rojas
Ciertas veces resulta difícil visualizar el modo en que figuras de relevancia política y social serán vistas en el futuro a través de la mirada de la Historia. Lo más probable es que tal no sea el caso de Amado Boudou, quien hoy cumple funciones como presidente de la Nación, el primero en la historia procesado por la Justicia, sospechado de cohecho y negociaciones incompatibles con la función pública. Todo indica que los manuales del porvenir le reservarán un lugar en los capítulos de la vergüenza de nuestra historia y será percibido como un signo efervecescente de este final del kirchnerismo.
Boudou no es una excepción al armado kirchnerista y se puede asegurar sin dudas que los presidentes de la década ganada, incluído él mismo, amaron el dinero. Ninguna persona cercana a la figura de Néstor Kirchner podría poner en duda esa afición, replicada en su esposa, la actual presidente Cristina Fernández, y que también se cuenta entre los deseos públicos y privados del vice procesado, hoy jefe de Estado, Amado Boudou.
No se trata de especulación psicologista, sino de constatación de los datos que indican el aumento de las fortunas personales de los Kirchner y de Boudou durante sus servicios en la función pública, en particular desde mayo de 2003. El patrimonio de los Kirchner creció más de mil por ciento durante el tiempo de sus presidencias. En 2002, Boudou presentaba bienes por $128.034,29 en su declaración de impuesto a las ganancias. En 2012, señalaba que su fortuna había ascendido a $1.112.132,14 ante la Oficina Anticorrupción. Un crecimiento más que notable. Y más todavía cuando para el juez Ariel Lijo, que dictó el procesamiento del hoy presidente, Boudou se había convertido en el verdadero dueño de Ciccone Calcográfica, operación para la que habría contratado al prestanombres Alejandro Vanderbroele.
Existe un rasgo que opera en ciertas personas y que se condice con las leyes de la física y la naturaleza: la transformación de cantidad en calidad. De tal modo, la acumulación física de dinero promueve que los billetes dejen de ser meros billetes -o números de cuenta en paraísos fiscales del Caribe o las Seychelles- para convertirse en cifras del poder. Un proceso que sufre una tercera transformación y que bien definió en los noventa el suicidado empresario menemista Alfredo Yabrán: “El poder es impunidad”, había dicho. Impunidad, agua en la que se mueve a gusto el vicepresidente procesado, hoy presidente, Boudou.
Desde sus tempranas épocas como animador de la noche marplatense en el boliche Frisco -nido de pseudo-bon vivants modernosos pero también de arribistas sociales-, pasando por sus veleidades militantes en la liberalísima UPAU -cuando su agrupación, y él mismo, militaban por el desprocesamiento de los militares acusados por crímenes en la dictadura-, hasta su paso kirchnerista por la ANSES, el ministerio de Economía y la vicepresidencia -regado todo por la idiosincracia millonaria de Puerto Madero y sus formas adictivas. ¿Es el hoy presidente Boudou una anomalía de este modelo nacional y popular?
Permítaseme arriesgar que, en realidad, se trata de su exponente más honesto. El modelo kirchnerista no produjo transformaciones estructurales sino que se abocó a la reconstrucción de una burguesía nacional parasitaria, a la entrega de los recursos del país a multinacionales como Chevron, al pago de la deuda usuraria y reparaciones como las que se brindaron al Banco Mundial, a Repsol y que hoy negocia en Nueva York Axel Kicillof con los fondos buitre.
Boudou es el emblema de un modelo que lleva, como señala la fábula del sapo y el escorpión, a la corrupción como constituyente de su naturaleza. A pesar de la defensa ignominiosa que pueda realizar Hebe de Bonafini sobre él -que la hunde más en la oscuridad de un rol que no debería haber tenido-, es la torpe honestidad de Boudou la que expone vehementemente sus miserias.
Aunque quiera disimular, como Remo Erdosain ante el farmacéutico Ergueta, a quien intenta conducir hacia la entrega de su dinero en un capítulo de la genial novela de Robertlo Arlt, Los siete locos. Quizás la sociedad deba imitar a Ergueta, levantarse, extender el brazo, hacer chasquear la yema de los dedos y pronunciar, mirando bien directo a los ojos del hoy presidente Amado Boudou, esa línea ejemplar: “Rajá, turrito, rajá”.