Por: Eliana Scialabba
Durante más de una década, los países de América Latina en general, y Argentina en particular, se vieron beneficiados por un contexto internacional muy favorable e irrepetible.
Por un lado, los términos del intercambio alcanzaron niveles récord debido al fuerte incremento de los precios de las materias primas a partir de finales de los ’90, con el ingreso al mercado de China e India, con los precios de importaciones expandiéndose a un ritmo menor. Por otra parte, las tasas de interés internacionales se ubicaron durante varios años en sus mínimos históricos, representando un escenario de abundante liquidez y crédito “híper-barato”.
¿Qué hizo se Argentina en este contexto? Si bien se pudo aprovechar el “boom” del precio de los commodities, los cuales generaron cuantiosos ingresos de divisas y fiscales, a diferencia de los países de la región, no se tuvo en cuenta (o no se quiso tener en cuenta) la transitoriedad de este contexto: “nada es para siempre”.
Con las divisas generadas por el excedente de cuenta corriente incrementando las reservas internacionales y las retenciones engrosando los recursos fiscales, el gobierno se embarcó en la “fiesta” del consumo, y los argentinos nos subimos al barco.
En tanto, el segundo factor favorable no pudo ser aprovechado por el país debido al “default” de deuda externa, tema que la administración actual aún no ha resuelto – y sin lugar a dudas no piensa resolver –. A pesar del período del dinero “barato”, la Argentina no tuvo la posibilidad de obtener financiamiento externo, aunque durante los primeros años debido a la cesación de pagos de la deuda más los grandes excedentes generados vía cuenta corriente no hubo necesidad de recurrir al mercado internacional de capitales.
En el contexto interno, la “fiesta” del consumo llevó a que la economía tenga la tasa de ahorro interno e inversión más baja en muchos años. Un consumo creciente con una oferta que no se expandió y un sector público que gastaba de manera desmedida comenzó a generar tensiones sobre el nivel de precios, y cuando el desajuste fiscal empezó a financiarse a través de emisión monetaria, devino la alta inflación, la cual atrasó el tipo de cambio, expandiendo las importaciones y desincentivando las exportaciones, llevándonos a la vieja, conocida y recurrente crisis de restricción externa.
En tanto, desde el punto de vista externo, el momento en el que las condiciones domésticas comenzaron a deteriorarse coincidió con la reversión de la tendencia de los primeros años: los precios de las materias primas comenzaron a descender – debido a la ralentización de las economías emergentes de mayor tamaño, especialmente de China – de la mano del fortalecimiento del dólar a nivel mundial.
Frente a este escenario, para generar un excedente de divisas que sólo se originaban en la cuenta corriente debido a que los capitales habían dejado de ingresar al país, el gobierno debió controlar importaciones para frenar el drenaje de divisas, aunque con el atraso cambiario las ventas al exterior se contrajeron. Al encontrarse el frente externo frente a estas condiciones, los recursos fiscales en concepto de comercio exterior comenzaron a disminuir aunque el gasto público continuó creciendo exponencialmente.
Así llegamos a marzo de 2015. El contexto económico actual ha acumulado un sinfín de desequilibrios macroeconómicos debido a los errores de política económica internos, potenciados por el nuevo escenario (desfavorable) internacional.
Y como para asestar el golpe de gracia, una vez más el panorama externo nos “juega en contra” ya que el real vuelve a poner al mercado cambiario en una situación similar a la de 1999: mientras que en nueve meses la moneda brasileña se depreció un 47%, el movimiento ascendente del peso fue de apenas el 8%. Si bien será difícil mantener la paridad cambiaria estable, desde el Gobierno harán hasta lo imposible para ganar tiempo, llegar a diciembre y que el costo de la corrección de los errores generados durante estos años lo pague la próxima gestión.