Guerra civil en Siria: caso testigo para la agenda de los derechos humanos

Fabián Calle

Una de las características básicas del sano y acelerado desarrollo en la agenda internacional de la problemática de los derechos humanos post Segunda Guerra Mundial y mucho más aún a partir de fines de la década de los 60 y comienzos de los 70 ha sido buscar superar las típicas visiones etnocéntricas, nacionalistas y xenófobas que sólo miraban la problemática de la violencia que afectaba a un segmento o grupo afín para dar lugar a otras en donde gana más espacio el ser humano como sujeto a derechos y a obligaciones sin importar su origen, es decir, “los derechos universales del hombre”.

Desde ya, la temática de los derechos humanos ha convivido y convive con agendas e intereses de los Estados. Ya una mente estratégica como la de Henry Kissinger los incorporó en la mesa de diálogo y negociaciones con los soviéticos en Helsinsky en 1975, asumiendo que con ello inoculaba un virus de acción lenta pero segura sobre el totalitarismo comunista. No casualmente uno de los epicentros de las ONG dedicadas a este tema tienen su asiento en los EEUU o son financiadas por fundaciones de esa superpotencia, incluyendo muchas de ellas que impulsan posturas de izquierda y críticas a muchas políticas de Washington y sus aliados.

La miopía selectiva de regímenes de uno o otro extremo ideológico ha sido siempre un clásico. Es decir, usar la temática humanitaria como arma “contra el otro” y obviarla o relativizarla cuando el que transgrede es “propia tropa” real o percibida. Mas allá de ello, es evidente que en las ultimas décadas la conciencia y penetración del debate sobre los derechos ha ido incrementándose y consolidándose. La hipocresía y el calculo frío sigue pero convive con un fenómeno que ha adquirido fuerza real. Tan es así, que los Estados y los factores de poder no pueden cuestionarlos o repudiarlos abiertamente. En todo caso, los distorsionan, buscar manipularlos a su favor o se llaman al silencio.

El uso de lo que parece ser una sustancial neurotóxica letal como el gas sarín por parte de fuerzas del régimen de Bashar Al Assad en Siria contra un barrio de Damasco y la consiguiente muerte de miles de civiles, sin olvidar los 100 mil que ya han muerto en la guerra civil y los 2 millones de refugiados, ponen en el centro de la escena esta tensión entre los intereses políticos y cálculos ideológicos y la agenda humanitaria. En estas situaciones, algunos por ignorancia y otros directamente por conveniencias políticas más o menos relevantes, tienden a poner en el foco del debate la próxima ofensiva militar a escala limitada (quizás semejante a la Desert Fox que Bill Clinton ejecutó contra Irak en 1998) y no la masacre que se viene en dando en tierra siria hace dos años y ni qué decir el uso de armas de destrucción masiva contra civiles.

De más está decir que la operación no pasará por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidad, dado el latente veto ruso y muy probablemente chino. No obstante, dado que el conflicto armado en Siria tiene como uno de los factores centrales el dominio que desde hace décadas ejerce la minoría alawita por sobre la gran mayoría sunnita que vive en el país y siendo los sunnis la gran masa crítica de la orientación religiosa que dentro del Islam existe, seguramente una sustancial cantidad de países árabes y musulmanes respaldarán, y varios de ellos participaran abiertamente, en una acción de Washington y varios aliados de la OTAN. Por ello, mostrar el próximo choque militar como una muestra de islamofobia será por demás difícil.

Cabe recordar que varios países sudamericanos han tomado un camino de liderazgo en temas de derechos humanos, como herencia de la violencia política de la década de los 70. En este escenario, será por demás importante ver hasta qué punto estos Estados están a la altura de las circunstancias frente a las atrocidades que acontecen en territorio sirio.

Una característica básica de la agenda de los derechos es no dejarse guiar por “peros”, como podría ser que la violencia gubernamental en Siria está legitimada por la resistencia a imperialismos externos como supuestamente querrían ejercer los EEUU y sus socios. Más aún cuando esta superpotencia ha sido más que reticente a intervenir en estos dos años de masacres. Una Sudamérica o parte de ella que enfáticamente busca legítimamente mostrarse como tierra de progresismo y sensibilidad humanitaria vis a vis el neoliberalismo del pasado o el autoritarismo aun anterior, debería sopesar hasta qué punto demuestra que el énfasis manifiesto en temas humanitarios no es algo selectivo y sujeto a cálculos mezquinos de naturaleza política, económica e ideológica.

En el caso de priorizar este cinismo, que tanta veces se atribuye a las grandes potencias por sobre lo trascendente que representa el derecho humanitario, se le hará un flaco favor a la coherencia y solidez argumental tan noblemente predicada en nuestra región y en las respectivas políticas domésticas.