Los dos presidenciables con mayores chances, Mauricio Macri y Daniel Scioli, empiezan a desandar una campaña compleja, donde el condicionante temporal (la reflexión, como valor político, hace tiempo que fue sustituida por los reflejos y el olfato) es solo una de las piezas a encajar en este tetris. También están el factor discursivo (qué se dice) y los dispositivos (cómo se dice) por donde se encauza el mensaje escogido. Sobre este último haremos hincapié en este breve artículo.
Sobre el ocaso de los años noventa, estaba claro que los candidatos debían conjugar la clásica recorrida territorial -actos, timbrazo, caminatas, afiches callejeros, carteles, etcétera- con la presencia en los medios de comunicación tradicionales -televisión, radio y gráfica. Era prácticamente un imperativo proselitista: de la calle al estudio y viceversa.
En el siglo XXI se añadió otra arena comunicacional: el mundo en línea. Un espacio que, si bien aún no se sabe con exactitud su efecto concreto, se está volviendo crucial al momento de conectar con la ciudadanía. Ejemplo tangible -y pionero- fue el de Barack Obama en el 2008, con su campaña triple o: Obama online operation, que incluía la movilización de ciberactivistas, el debut político de Twitter y la difusión de la página oficial del demócrata.
Pero lo interesante de este tipo de campañas multinivel o tridimensionales es cómo se compatibilizan con el candidato la estructura partidaria que lo sostiene, su tradición, sus recursos (materiales, simbólicos y humanos) y sus objetivos. Veamos el caso argentino actual.
Comenzando con Daniel Scioli. Está claro que el esqueleto del Partido Justicialista, formal (institucional-gubernamental) e informal (institucional-partidario), con diferentes tonalidades y volumen, se extiende desde Ushuaia a La Quiaca. Sin duda, es el principal tejido político del país. Por ende, es comprensible que la apuesta fuerte de la fuerza sea emplear esas arterias comunicacionales para impulsar a su líder. Karina Rabolini, Alberto Pérez, Cristina Álvarez Rodríguez, por mencionar algunos de los laderos del gobernador, se distribuyen los cuatro puntos cardinales. Sobre ellos, el ex motonauta sobrevuela y refuerza los bastiones más raquíticos.
En segundo término, está el andamiaje comunicacional estatal. Televisión, radio y prensa paraestatal (privada, pero sustentada mayoritariamente con publicidad oficial) son los satélites que propagan las actividades realizadas por Scioli y, además, dan rienda suelta a un equipo multidisciplinario (encuestadores, analistas, intelectuales, periodistas, etcétera) que propaga su línea de pensamiento. Engranaje que pone de relieve la utilización de bienes públicos para fines electorales, una distorsión republicana característica de la mayoría de los oficialismos en el país.
Y luego aparece el mundo cibernético. Con más recelo que entusiasmo (el ciberactivismo está reemplazando lentamente a la militancia tradicional, lo que supondría un cambio drástico en las matemáticas del poder), el peronismo hace lo mínimo e indispensable para dar el presente en esta esfera. No se anima a jugar ni a innovar con estos nuevos “chiches”. Asume una actitud conservadora, que la maquilla con ese axioma tan propio de la realpolitik: “el cara a cara con el compañero es lo que cuenta; lo demás, hechicerías de la posmodernidad y la pospolítica”.
El edificio PRO es exactamente al revés. Su dinámica empresarial, el perfil de sus militantes y su obsesión por el futuro (¿consecuencia de carecer de un pasado político contundente?) sumergen a la tropa de Mauricio Macri en las aguas de la web. Gobierno abierto, webs interactivas con poca densidad textual, contenidos coordinados por comunity managers, un ejército considerable de twitteros, spots diseñados exclusivamente para el ciberespacio, por citar algunos ejemplos, son las herramientas comunicacionales que sobresalen en la actividad proselitista amarilla.
Bien pegado, está la presencia mediática. El PRO capitalizó muy bien el conflicto entre Clarín y el kirchnerismo. Supo vislumbrar el boquete que se abría en el conglomerado para erosionar al oficialismo y, de paso, montar su mensaje. La maniobra fue fundamental para equiparar (o, hasta incluso, superar) el peso comunicacional del aparato estatal.
Y, en última instancia, está el territorio. Consciente de sus limitaciones, el PRO decidió acceder a este a través de la mediatización de la Unión Cívica Radical. Sobre la estructura del partido centenario, recorre el país. La jugada es acertada, pero también contiene sus bemoles: el capital político que se gana ante cada exposición se comparte con los de boina blanca, lo cual en un futuro podría derivar en un empoderamiento del espacio de Ernesto Sanz y en una competencia más pareja entre ambos partidos políticos por la representación de un mismo electorado.
Ambas estrategias sintetizan perfectamente la genética comunicacional de las campañas en el país: un híbrido que detenta tanto herramientas y soportes clásicos como modernos. Los resultados que arrojen las urnas, en cierta medida -no hay que olvidar otros factores gravitantes como el discurso, la correlación de fuerzas, la ingeniería del sistema electoral, entre otros-, precisarán si la Argentina ya puso el primer pie en las cibercampañas o si, por el contrario, aguarda las huellas de la historia para pegar el salto.