En el 2011, la cosmovisión progresista, encabezada por Hermes Binner, recaudaba el 16 % de los votos. Cuatro calendarios después, la cosecha en las PASO osciló entre el 3 % y el 4 %. Números que, además de estacionar a Margarita Stolbizer lejos del podio presidencial, de cara al 2016, ponen en jaque al esqueleto legislativo del espacio en los tres niveles: municipal, provincial y nacional.
Pero más allá de la introspección que haga la socialdemocracia autóctona sobre su performance electoral, la sociedad debería ponerle el ojo al destino de esta fuerza. Salir del microclima polarizante, impuesto por el Frente para la Victoria y Cambiemos, tomar una bocanada de aire fresco y reflexionar sobre la utilidad que tiene para el sistema democrático la presencia de una centroizquierda voluminosa, ágil y vigorosa en el Congreso.
Cuando es leal a su ethos reformista, el progresismo tiene la capacidad de inyectar en la agenda pública problemáticas inéditas, que son ignoradas por la vorágine de la coyuntura, escondidas por poderes fácticos de considerable espesor o, directamente, estériles para la dirigencia política, ya que no implican réditos electorales en el corto plazo. ¿Un popurrí al vuelo?
En los años ochenta, los juicios a las cúpulas militares de la última dictadura. Aunque entre el 60 % y el 80 % del tejido social aprobaba subir las botas a los estrados de la Justicia, la originalidad del alfonsinismo fue transformar ese consenso ciudadano en política de Estado, a pesar de la reticencia de dos instituciones gravitantes: las Fuerzas Armadas y el Partido Justicialista, que apostaba por la amnistía de los castrenses (Ítalo Luder había declarado que, en caso de llegar al Gobierno, respetaría la ley de pacificación nacional decretada por los uniformados). Luego, con las leyes de punto final y obediencia debida, el avance hecho por el presidente radical quedó cojo. Aun así, el precedente ya estaba sentado: en democracia, las armas también rinden cuentas.
La ley de divorcio vincular (23.515.), promulgada en 1987, fue otro aporte de la década del ochenta. También impulsada por el chascomusense. Y, al igual que en los años cincuenta, cuando fue fomentada por Juan Domingo Perón (ley ómnibus), también fue resistida por una institución poderosa como la Iglesia Católica y por una porción importante de legisladores. La nueva normativa se acopló a nuestras costumbres y, a pesar de los presagios dantescos vertidos por parte de la congregación eclesiástico, no ardió ninguna Babilonia, la gente se sigue casando y la familia continúa siendo la viga estructurante del edificio social.
Durante los noventa la acción del progresismo fue reactiva. Básicamente, se dedicó a plantar un dique de contención frente al embate neoliberal. Desde la soledad de su banca en diputados, el socialista Guillermo Estévez Boero advertía las consecuencias que acarrearía el desguace del Estado. Pronósticos que, en este caso, tuvieron su correlato con la realidad: El mercado trituró los sectores públicos estratégicos -fondos de previsión social, recursos naturales, transporte, salud, educación-, abriendo una brecha de desigualdad que se fue incrementando hasta romper las costuras del sistema político-económico en el 2001.
Como atenuante al flagelo de esa pobreza galopante, el economista Rubén Lo Vuolo y aquella Elisa Carrió que, por entonces, secundaba a Alfredo Bravo en su lucha por los derechos humanos, esbozaron los cimientos de lo que sería la asignación universal por hijo (AUH). Un plan social netamente progresista que, a pesar de sus deficiencias, ha producido unos resultados contundentes y se ha ganado el mote de incuestionable. Hoy toda la góndola política lo defiende con uñas y dientes.
En diciembre del 2005, el diputado socialista Eduardo Di Pollina y la Federación Argentina de Lesbianas, Gays, Bisexuales y Trans (FALGBT) presentaron por primera vez en el Parlamento un proyecto de ley para que se permitan los matrimonios entre personas del mismo sexo. No tuvieron eco. Pero se plantaron. Insistieron. Y el premio llegó: El 15 de julio de 2010, Argentina fue el primer país de América Latina en reconocer este derecho en todo su territorio nacional (la ciudad de México D.F. lo había logrado en diciembre del 2009).
La lista podría seguir con Pino Solanas señalando la importancia de estatizar YPF, preservar los glaciares y recuperar los ferrocarriles (antes de la tragedia de Once). Todos issues que, al igual que los anteriores, cuando emergen a la superficie del debate público, son incómodos porque mueven las placas tectónicas del sentido común.
Y esto último parece ser la función vital del progresismo en nuestra estructura democrática: ser una fuerza, obstinadamente, contracíclica. A contracorriente de lo “políticamente correcto”. Alérgica a la zona de confort que ofrecen las encuestas. Su responsabilidad radica en incubar aquellas demandas sociales invisibles para el grueso de la dirigencia y colocarlas en la cadena de montaje institucional. Aun sabiendo que, en dicho momento germinal del proceso, los costos superarán a los beneficios. Y que estos últimos, probablemente, terminarán siendo capitalizados política o electoralmente por una subjetividad ajena a la familia de la centroizquierda. Ese es su nudo gordiano y, al mismo tiempo, su mejor carta de presentación.