Por: Gustavo Gorriz
La Yihad global, con su alto contenido de terror y las previsibles consecuencias de su profunda xenofobia y autoritarismo, en nada se parece a una crisis, palabra cuya definición alude a un cambio súbito y violento pero acotado a un lapso de tiempo breve y determinado. Cuando hablamos de yihadismo, lo cierto es que se trata de un ataque global y poco importa si se llama Al Qaeda, Estado Islámico (EI) o Boko Haram, organizaciones que acarrean la muerte no solamente a Siria, Irak, Libia, Nigeria, Pakistán o Afganistán, sino a todo el mundo. Charlie Hebdo, el semanario víctima de un atentado en París que se cobró 17 víctimas y provocó la mayor marcha pública desde la Segunda Guerra Mundial, es prueba de ello, porque no hizo otra cosa que traer a cada una de nuestras casas la irrefutable prueba de que el terrorismo internacional no es una simple crisis, sino una verdadera guerra, y que, tal como manifestó el Ministro de Defensa francés Jean Ives Le Arian, “una guerra que será larga” y para la cual debemos prepararnos.
Algunos días después del atentado en París, ocurrió la muerte del fiscal Nisman en Buenos Aires, a quien también alcanzó la larga mano del terrorismo que en nuestro país se cobró 85 vidas un 18 de julio de 1994. en el atentado a la AMIA. Días después de la muerte del fiscal, la presidenta se refirió a este acontecimiento por cadena nacional como un posible hilo de Ariadna que permitiría llegar a los culpables del atentado a la mutual judía, para lo cual introdujo el relato mitológico que cuenta el modo en que Teseo logra salir del laberinto al que entró para matar al Minotauro, gracias la hilo de oro entregado por Ariadna.
Pero hay otro modo de analizar la cuestión y es focalizarnos, más que en el hilo de Ariadna, en el Minotauro, ese ser mitológico mitad hombre, mitad toro, que exigía la entrega de siete jóvenes y siete doncellas a sus enemigos. Porque el terrorismo es ese monstruo que devora las víctimas indefensas en una guerra sórdida y de un fanatismo absoluto que, tal como nos muestran las redes sociales, ha traído a nuestras vidas diariamente insensibilidad, locura y muerte.
Si consideráramos el atentado a la Embajada de Israel en 1992 y el atentado a la AMIA en 1994 como puntos de partida, el terrorismo, ese monstruo fanatizado, ya se ha cobrado la vida de miles y miles de víctimas. Las Torres Gemelas, los trenes de Atocha en Madrid, el metro en Londres, las oficinas de la ONU en Argelia o el centro comercial Nairobi (Kenia) son solo algunos de esos ejemplos. Esa larga lista termina con la reciente muerte del periodista japonés Kenji Goto, de la cadena televisiva NHK y de la TV Asahi, secuestrado en Siria y cruelmente decapitado en el desierto. Se suma además, en estas horas, la macabra ejecución del piloto jordano Muaz Kasasbeh, quemado vivo por los yihadistas ultraislámicos ante el horror de la comunidad internacional.
El mundo está en peligro, como se nos recuerda a diario, y pensar que lo que debemos superar es una simple crisis resulta una verdadera tontería. El Papa Francisco, en su homilía en el cementerio de Fogliano Redipuglia, que alberga a miles de caídos en la contienda mundial de 1914-1918, lo explicó claramente. En esa oportunidad hizo referencia a una Tercera Guerra mundial, combatida por partes y azuzada por intereses espurios como la codicia. No hizo otra cosa allí que referirse a ese laberinto en el que todos estamos perdidos.
Entonces, el terrorismo internacional es el monstruo, ese que desenvuelve en un laberinto gigante –el mundo entero– y que se transforma indistintamente en una u otra organización. Y el mundo está en guerra, no en crisis, y aún no hay un Teseo; ergo, tampoco hay un hilo de Ariadna que, terminado el peligro, nos permita salir del laberinto.