Por: Jorge Castañeda
El lunes 15 de mayo Enrique Peña Nieto instaló en Palacio Nacional el Consejo Estratégico Franco-Mexicano que buscará coadyuvar, primero, a colocar de nuevo las relaciones entre México y Francia al nivel existente antes del affaire Cassez, y luego intentar llevarlas a las alturas que el potencial y la historia permiten y exigen. Peña Nieto y José Antonio Meade, secretario de Relaciones, me designaron presidente del Capítulo Mexicano de dicho consejo, a la par de Philippe Faure, presidente del Capítulo Francés. Ya se ha informado en las páginas noticiosas sobre los objetivos de este consejo, así como de quienes lo integran por el lado mexicano y por el lado francés: empresarios, intelectuales, políticos, hombres y mujeres de las letras y las artes. Quisiera dedicar este espacio para explicar a mis escasos pero fieles lectores los motivos que me llevaron a desempeñar esta función, y a describir su naturaleza.
Para empezar, como lo señaló el comunicado emitido por la SRE el 9 de junio, y como lo dijo el mismo Peña Nieto en su intervención este lunes, se trata de un cargo pro bono u honorario, es decir, sin remuneración alguna por parte de México o de Francia. En segundo lugar, es un cargo sin prestaciones, y sin financiamiento de gastos por los gobiernos de México y Francia. Éste fue el caso también del llamado Grupo de Alto Nivel que se creó a principios del sexenio anterior y que se desempeñó con éxito hasta que sucediera la debacle Cassez. No tengo nada en contra de ejercer cargos remunerados y con prestaciones en el sector público; lo he hecho y no me haría de la boca chica si surgiera una nueva oportunidad de hacerlo. Pero en esta ocasión no es el caso.
Me propuse contribuir a reparar y posteriormente a mejorar las relaciones económicas, financieras, culturales, educativas, y en su caso políticas, entre México y Francia porque soy uno de los últimos francófilos de verdad en este país. Dependiendo de la manera en que se hagan las cuentas, se puede estimar que hoy el número de becarios mexicanos en Francia no alcanza la cifra de 150; más turistas mexicanos visitaron Francia el año pasado que franceses a México, según explicó Peña Nieto en Palacio el lunes. Cada día son menos las personas de mi edad o mayores que cursaron estudios de secundaria, preparatoria, licenciatura y doctorado en Francia, que mantengan una relación afectiva, familiar o profesional con Francia, o que hayan intervenido en los momentos estelares de la cooperación franco-mexicana en cualquiera de los ámbitos que mencionamos. Con el fallecimiento de Carlos Fuentes el año pasado, desapareció quizás el último gran intelectual mexicano “afrancesado”, en el mejor sentido del término.
Después de mis estudios y mis años vividos en París, pude participar en los dos momentos sobresalientes de la cooperación diplomática entre México y Francia en los últimos 35 años: la declaración franco-mexicana de 1981 sobre El Salvador, y el trabajo al alimón en el Consejo de Seguridad en 2002 y en 2003 con Francia ante la inminente guerra en Irak. En lo tocante a lo primero, Salvador Samayoa, el principal negociador salvadoreño de la declaración, escribió en su libro: “la idea original [de la declaración franco-mexicana] fue elaborada, con gran sentido de oportunidad, por el hijo del canciller de México, Jorge Castañeda…”. Y la relación que desarrollé con mi colega Dominique de Villepin desde Tlatelolco y después fue la base de la postura común de ambos países en el Consejo de Seguridad, de no brindarle a Estados Unidos la cobertura legal de la ONU para su ya resuelta intervención en Irak.
Pude incidir de manera más indirecta y mucho menos decisiva en el desenlace del affaire Cassez, y probablemente no habrá opciones en el futuro para volver a influir como lo pude hacer antes. Pero lo bailado con Francia no me lo quita nadie, y por eso quiero seguir por lo menos tarareando La Marseillaise.