Por: Jorge Castañeda
Desde su campaña, y en varios de sus discursos pronunciados después de su victoria electoral, Enrique Peña Nieto ha insistido que la principal diferencia entre su estrategia para combatir al crimen organizado y la inseguridad, frente a la de su predecesor, estribaría en concentrar los recursos humanos y materiales disponibles en combatir la violencia que afecta a la gente… dando a entender, sin decirlo, que no se concentrarían dichos recursos en el combate al narco. Parecía una solución y una formulación astuta y correcta: el problema en México no es el narco, sino el secuestro, la extorsión, los homicidios como tales, etcétera. A un año y dos meses de su toma de posesión contamos ya con algunos elementos para saber si esta estrategia se ha tratado de poner en práctica, y qué resultados ha arrojado. Aunque en realidad persiste una gran incógnita, que dificulta el análisis.
Como ya se ha comentado aquí, concentrar los recursos humanos y materiales disponibles en la lucha contra el secuestro, la extorsión, el asalto en vía pública y en domicilio, en un país con recursos escasos, implica cambiar el acento y de alguna manera replegarse en la lucha contra el narco. No sabemos si esto ha sucedido, en parte por buenas razones -el gobierno no tiene por qué andarlo diciendo-, en parte porque los medios no hacen su trabajo -no nos reportan cuántos retenes se han desmontado, cuántas tropas siguen en las carreteras y fuera de sus cuarteles, en dónde se encuentran los contingentes de la Policía Federal- y en parte porque los resultados de esta posible táctica novedosa tardarán en notarse. Ojalá así sea: nada tendría más sentido que combatir la extorsión, en particular en Michoacán, y dejar que los narcos, grandes o chicos, desarrollen con la mayor libertad posible su vocación originaria: cultivar amapola y marihuana, e instalar laboratorios de metanfetaminas.
Pero hay dos problemas, más o menos serios. Todos los datos disponibles sugieren que durante estos 14 meses, los secuestros y la extorsión han aumentado, tal vez incluso de manera dramática, mientras que no sabemos si la presión sobre el narco ha disminuido, y los homicidios dolosos en general y vinculados a la guerra contra el crimen organizado apenas han disminuido, y más bien lo han hecho siguiendo la tendencia iniciada en 2012. La mejor prueba de ello es el anuncio por parte del secretario de Gobernación de una “nueva estrategia contra el secuestro”, la enésima, y el nombramiento de un nuevo “zar antisecuestros”, y una imaginativa mecánica antiextorsión en Michoacán, a saber, aliar al Ejército con las autodefensas para golpear a Los Templarios extorsionadores. Para que funcione la estrategia de combatir la violencia que afecta a la gente y poner en un segundo plano el combate al narco, necesitamos algunos comprobantes: que disminuyan los secuestros y la extorsión con relación a 2012, que disminuyan los decomisos y quemas de estupefacientes ilegales, que aumenten las exportaciones de origen nacional o in bond a Estados Unidos y que se produzca una reducción significativa de los homicidios dolosos en relación ya no sólo al pico de 2011, sino a los años previos a la guerra de Felipe Calderón.
El segundo problema es que esta nueva estrategia, para verse realmente eficaz, tendría que explicar el origen y la lógica del incremento de los secuestros y de la extorsión. Ambos son inconfesables. Por una sencilla razón: no parece haber explicación alterna al aumento de secuestros y de la extorsión que la propia guerra, incluso, si se quiere, su éxito paradójico. Es altamente probable que el crimen organizado, al verse presionado en su actividad más lucrativa y preferida, a saber, el narcotráfico, optó por desplazarse hacia el secuestro y la extorsión, entre otras maldades. La pregunta que muchos en México nos hacemos hace varios años es: ¿para qué diablos tener un éxito así? ¿No era preferible el fracaso?