La rescisión del contrato de Víctor Hugo Morales con Radio Continental, por decisión de la empresa, fundada en reiterados incumplimientos del periodista, fue denunciada por este como un caso de censura a la libertad de expresión, de la que acusó al Gobierno de Mauricio Macri.
A las pocas horas, el kirchnerismo organizó una manifestación en apoyo de Morales en Plaza de Mayo. Allí el relator futbolístico dio un discurso en el que repitió los lugares comunes de esa corriente política y se presentó como una víctima de oscuros poderes. Pero el intento de hacer aparecer su despido como un acto de censura estatal es ridículo. Radio Continental es una empresa privada que adopta sus decisiones con entera libertad. Ahora, por lo menos. Durante el período kirchnerista, la presión del Gobierno la obligó a mantener en su programación a Morales, pese a que este no cumplía su contrato y a que había llevado a la emisora a niveles muy bajos de rating.
Hubo, entonces, si así podemos llamarla, una censura inversa: la que el Gobierno kirchnerista ejerció contra Radio Continental, al privarla de su derecho a decidir su programación y el elenco de locutores y periodistas que la llevan adelante con absoluta libertad.
Desde el advenimiento de la administración de Cambiemos, los medios saben que no hay presiones ni censuras. El pluralismo es una parte esencial del programa del nuevo Gobierno, que no es inspira en Venezuela, sino en los países democráticos más avanzados del mundo. Pero el kirchnerismo cree que todos son de su condición y en cada decisión empresarial ve la mano del Estado. Le cuesta imaginar un país fundado en la libertad.
El caso de Morales es patético. Se sabe que fue un cálido amigo de altos militares durante la última dictadura uruguaya, con quienes jugaba al fútbol y comía asados, y que elogió sin reservas a la dictadura argentina por su organización del Mundial 78; que tuvo en su país problemas de índole policial que nada tenían que ver con la defensa de la democracia, aunque luego quiso fabricarse un pasado más heroico.
Gran relator de fútbol, sedujo a muchos por su facilidad de palabra, pero su súbita conversión al kirchnerismo le fue mermando el prestigio que había ganado. No es por su preferencia política que se lo critica. Lo extraño, lo inexplicable, es que tan sólo semanas antes de su transformación era muy severo en sus comentarios sobre el Gobierno kirchnerista y la fortuna de los Kirchner. Hasta podía haberse aceptado que coincidiera con algunas de las políticas de esa administración, aun después de tales comentarios, como las referidas al Fútbol para todos. Sin embargo, no se quedó ahí: pasó a ser un incondicional propagandista de los Kirchner.
Nunca supo explicar qué había originado una mutación tan abrupta, que lo alejó de sus pares del periodismo independiente. Siempre se había jactado de su independencia, hasta —decía— trataba de usted a los jugadores de fútbol para conservar respecto de ellos una distancia que le permitiera juzgarlos con imparcialidad, y de buenas a primeras se convirtió en un obsecuente de un Gobierno autoritario y corrupto. Si no median razones económicas en ese giro, es un asunto de aristas psicológicas muy complejas. En cualquier caso, asumió voluntariamente un rol servil muy del paladar de los señores del Calafate.
Nadie lo ha perseguido. Más bien, el Estado, hasta el 10 de diciembre pasado, lo había privilegiado. Ahora es una persona más, que como tantos periodistas deberá buscar un medio al que le interese contratarlo. Aparecerán muchos, sin dudas, pero acaso muy pocos puedan satisfacer las pretensiones económicas de este “resistente”, corifeo de Cuba y del chavismo, que tiene un departamento en Nueva York para alojarse cuando acude al Metropolitan Opera House, que vive en los edificios más caros de los barrios más exclusivos de Buenos Aires y que pasea su cuerpo de bon vivant por las principales ciudades europeas.
Víctor Hugo Morales quedará en la historia del relato futbolístico de la Argentina, pero su fama no podrá desligarse de la que también le corresponde como un campeón de la hipocresía.