La declaración indagatoria de Cristina Elisabet Fernández de Kirchner ante el juez Claudio Bonadio fue menos un acto procesal que una puesta en escena. Es inconcebible que, en lugar de dar las explicaciones que correspondan en relación con la declaración indagatoria a la que fue citada, la ex Presidente haya organizado un show, con militantes de La Cámpora que pretendían actuar como su guardia pretoriana, y haya presentado un escrito que es un mero panfleto político de baja estofa. El respeto a las instituciones exigía de su parte otra actitud, más decorosa y ajustada sustancial y formalmente a los cánones de un acto judicial.
El posterior discurso de Cristina Kirchner nos la mostró como siempre, viviendo una realidad paralela en la que ella es una eterna víctima de una conspiración universal. De los millones de dólares que su irresponsabilidad le hizo perder al Banco Central no dijo una palabra. De la fortuna que ella y sus amigos forjaron en la función pública, tampoco.
Sin embargo, hay algo positivo en esa impúdica exhibición del kirchnerismo: nos recuerda qué lejanos quedan los tiempos de autoritarismo que vivimos hasta tan sólo cuatro meses atrás. La ex Presidente tal vez comprendería, si tuviera el espíritu abierto, que no necesitaba cadenas nacionales. Todos los canales de noticias, aun los que no le tienen ninguna simpatía, transmitieron sus palabras. En buena hora que lo hicieran: vienen muy bien estos recordatorios del abismo que logramos sortear.
No hubo, por lo demás, ninguna zona liberada. El Gobierno nacional actuó con prudencia, permitió que se desarrollaran sin interferencias la movilización kirchnerista y el acto posterior. Una actitud más estricta podría haber desencadenado hechos de violencia de mucha mayor envergadura. Es cierto que una periodista tan estimable como Mercedes Ninci debió sufrir el patoterismo de algunos militantes, hecho que deberá ser investigado y sancionado; pero en el balance se privilegió el más amplio ejercicio de la libertad de expresión.
No hubo, por parte de la ex mandataria, una defensa jurídica. No le habló al tribunal, sino a la historia, como suelen hacer los megalómanos. Se comparó con Hipólito Yrigoyen y Juan Perón, olvidando que estos fueron derrocados por golpes militares y ella simplemente terminó su mandato, como lo determina la Constitución. Y en el caso de Yrigoyen ese paralelismo es más absurdo. Se puede estar de acuerdo o no con las políticas adoptadas por el primer presidente radical, pero nadie jamás lo acusó de enriquecerse en la función pública. Al contrario, fue un ejemplo de decencia y austeridad. En su modesta casa de la calle Brasil no había bóvedas, ni tenía testaferros.
El mismo día de este revival del pasado, la Argentina dejaba atrás el default. Hay, por fin, un Gobierno que ubica como central una dimensión desconocida en el universo kirchnerista: la del futuro.