Por: Martín Guevara
La muchacha bonita, ya no tan lozana, aunque todavía bella, poco a poco retorna al regazo de su ora amado, ora odiado príncipe.
Desde el mismo descubrimiento de América, Cuba fue la novia preferida, la elegida de los magnates del momento.
En aquellos tiempos en que en Tordesillas el mundo nuevo se dividió entre propiedad de España o de Portugal, la Perla del Caribe ya tuvo un trato privilegiado: se construyeron palacios, fortalezas, casonas, ciudades que no se construían en el viejo continente, se mudaron nobles españoles a la isla.
Por Cuba pasaban ufanos los barcos con las riquezas sustraídas que iban a la metrópoli; de entre todas las amantes que tuvo el imperio colonialista durante esos siglos, Cuba recibía un trato especial.
En cuanto se soltó de la mano de la avejentada y empobrecida Corona española, a través de la enmienda Platt supo recalar en los tersos brazos del flamante magnate moderno, los Estados Unidos de Norteamérica.
Para cuando esa relación se hubo enfriado, porque la novia de los ricos y famosos decidió que iba a probar suerte en la aventura autónoma, cuando amagó con independizarse nuevamente, ya tenía nuevo pretendiente, si bien no de gran alcurnia, sí con inigualable poder.
A los dos años del triunfo de la revolución, ya sin ambages, sin un Fidel jurando que rechazaba de plano el comunismo, Cuba, la bella, se puso de novia oficialmente con la URSS, con la cual ya llevaba un noviazgo extraoficial, aunque conocido por todo el barrio.
Si bien en aquel momento la patria de los soviets era una de las dos potencias mundiales, y en ese sentido Cuba podía presumir de un novio poderoso, lo cierto es que el glamour y la sofisticación holgaron por su ausencia, la Perla se vio en los rudos brazos de la dictadura del proletariado.
Aunque para Fidel fue suficiente que Moscú la prometiese manutención a cambio de la entrega de su alma en el cruce de caminos.
La URSS, sin embargo, cuando subió Gorbachov, traicionó a Cuba. Decidió dejarla por novias más sofisticadas, mejor vestidas, de aspecto más moderno, aunque con mucho menos sabor. Cuba se sintió ofendida en lo más profundo de su orgullo e intentó pedirle a Moscú que acarrease con ella hacia los nuevos destinos. La relación expiraba, Moscú se negó como un hombre que cercano a la tercera edad desea experimentar su últimos raptos de virilidad con una tigresa miles de años más joven y millones de veces más viva.
La verdad es que Fidel no consultó nada de eso con los millones de esqueléticos zombis que sobre sus bicicletas chinas sorteaban en zigzag las manadas de mosquitos hambrientos, que no encontraban ni gota de glóbulo rojo que valiese la pena bajo aquellos pellejos retorcidos por ron de “chispa de tren”, pasta de oca e infierno de los apagones.
Cuba, la Cuba de los hermanos Castramasov, dijo: “¿Ah, sí? Pues voy a aguantar. ¡Socialismo o muerte! Mi pueblo desaparecerá de hambre o de piojos, pero no nos rendiremos”. Y entonces salió alocada, despelotada, como poseída por un demonio que no controlaba, a buscar un nuevo novio.
Los chinos habían sido despreciados por Fidel y públicamente condenados en los años en que parecía que la URSS sería eterna y le convenía hacerse pasar por un empedernido antimaoísta.
“No way”, dijeron los chinos con su modo de decir: “No huawei!”.
Aunque Cuba era ya una experimentada y pícara sobreviviente entre los cambios de los tiempos, no le quedó más remedio que ir en busca de un novio rústico, soez, procaz, impresentable en sociedad; pero no quedaba otra alternativa, había que encontrarlo y debía ser “maceta”, como se dice en Cuba a los que tienen mucho dinero.
Encontró a Venezuela.
Normalmente una persona como Chávez para Fidel durante los años sesenta, setenta y ochenta no habría pasado de ser un diversionista populista, y en el mejor de los casos un revisionista, militar oportunista del Ejército tradicional que jamás podría encarnar ningún cambio serio. Un tipo simpaticón al cual la URSS habría ordenado de inmediato dar la espalda por poco serio y profundo.
Pero los tiempos habían cambiado y el compañero Chávez pasó a ser el estandarte de la revolución latinoamericana.
Mientras, las gráciles palmas reales, el aroma del aire, la belleza de la arena y el empaque de las ciudades de Cuba sufrían al recordarse novia de aquel esperpento.
Cuba no tenía nada contra Venezuela. Es más, la adoraba, pero no para ser su novia; quizás su amante de una tarde, su amiga y confidente por siempre sobre pescas y pecados.
La Perla del Caribe por primera vez conoció la desolada sensación de haber sido y ya no ser.
Como un tango o como una pesadilla.
Hasta que llegó Obama y de a poco Cuba empezó a hacerle caídas de ojos. Raúl Castro empezó a mandar mensajes en clave oculta a través de las transparencias del abanico de la seducción, Barack acusó recibo.
Estaba necesitado de conectar algún buen hit, hablando en lenguaje de béisbol, ya que últimamente no le estaba saliendo del todo bien la puesta en práctica de sus loables intenciones. Quizás pensó que tampoco estaría de más algo que dotase de sentido al premio nobel de la paz, moviendo los acontecimientos en la cronología unos pocos añitos de aquí para allá.
El Papa, con su espíritu modernizante de la Iglesia hasta cierto punto, tuvo también una actitud valiente al volver a unir en sagrado matrimonio a dos antiguos conocidos, a dos novios del pasado.
Cuba está de vuelta con su ex príncipe y al parecer vuelve a despertar toda esa pasión de siempre en los buenos amoríos, ya que no solo es bella, sino que es todo candor.
Solo quedan ver los términos del acuerdo prematrimonial y el estilo de pareja que elijen para interpretar esta, su flamante y glamorosa unión, tapa de las más llamativas revistas de acontecimientos sociales de todo el mundo.
Eso sí, bien casada, para que no se comente en el barrio ni nadie vuelva a rumorear que cuando se pierde el waniquiqui, La Perla sale a jinetear.