Por: Walter Habiague
“La vida es un tesoro incalculable, porque cada hombre alberga en su corazón el rasgo indeleble de la huella de la mano de Dios”, Juan Domingo Perón.
Esa idea hemos perdido. La han perdido nuestros dirigentes. Han extraviado la dimensión sagrada de la vida y el aspecto trascendente del Hombre. Por eso, desde la dirigencia, se ha permitido que la sociedad caiga en la indiferencia ante la muerte porque la dirigencia es indiferente ante la Vida.
Esa indiferencia es la que permite que las villas en nuestro país configuren campamentos de refugiados. Son millones de argentinos refugiados en su propio país. A la vera del Estado. En la periferia de las instituciones. Al costado de la sociedad que sigue su camino hasta que la salpica la sangre. A espaldas de una dirigencia indiferente y permisiva que los eterniza en la marginalidad celebrándoles su Día de los Valores Villeros.
La indiferencia de la sociedad europea por los inmigrantes que se ahogan frente a las costas de Grecia y de Italia, plasmada en el silencio ante el pedido de ayuda de esos países, es igual nuestra indiferencia y a nuestra inacción por las villas.
Hace unos meses el Papa Francisco se refirió en el Parlamento Europeo a las muertes de los inmigrantes africanos en los hundimientos de las barcazas con las que escapan de sus países:
“¡No se puede tolerar que el mar Mediterráneo se convierta en un gran cementerio! La ausencia de un apoyo recíproco dentro de la Unión Europea corre el riesgo de incentivar soluciones particularistas del problema, que no tienen en cuenta la dignidad humana de los inmigrantes, favoreciendo el trabajo esclavo y continuas tensiones sociales”.
Cambiar Unión Europea por Argentina no cuesta mucho.
En nuestro país las villas también se alimentan de una masa de compatriotas que migran desde la pobreza hacia la marginalidad. Aquí no los matan las tormentas ni la mala construcción de las embarcaciones en las que naufragan. Aquí, en su migración, mueren por la violencia homicida de los delitos cada vez más salvajes. Aquí mueren esperando turnos en hospitales. Aquí, nuestros “refugiados”, corren el riesgo (o la certeza) de caer muertos por la violencia narco.
¿Cuántos son los muertos de ISIS? ¿Cuántos son los muertos por los naufragios de inmigrantes? ¿Cuántos son nuestros muertos por hambre, enfermedad y violencia?
Siendo el país del Papa que denuncia ante el mundo la indiferencia por los refugiados, estamos obligados a dar el ejemplo de amor y de caridad erradicando las causas profundas que han convertido a nuestra Nación en un territorio y a nuestros ciudadanos en habitantes. Siendo el país que somos, un enorme y desaprovechado despoblado, es inexcusable no encontrar ya mismo la solución a los dramas que trae la desesperada migración interna hacia las villas.
Nuestras villas deben dejar de ser campos de refugiados, campo de muerte y territorio del narco. Sus causas tienen que ser eliminadas inmediatamente porque la vida no puede esperar a que el cántaro rebose tanto que sus gotas lleguen pocas y tarde donde son más necesarias. Las soluciones deben empezar por las periferias: las mejores escuelas, los mejores hospitales, la mejor atención institucional deben estar en las villas.
Recordando las palabras de Su Santidad al Parlamento Europeo volvemos a encontrar el rumbo:
”Espero ardientemente que se instaure una nueva colaboración social y económica, libre de condicionamientos ideológicos, que sepa afrontar el mundo globalizado, manteniendo vivo el sentido de la solidaridad y de la caridad mutua, que tanto ha caracterizado el rostro de Europa, gracias a la generosa labor de cientos de hombres y mujeres – algunos de los cuales la Iglesia Católica considera santos – que, a lo largo de los siglos, se han esforzado por desarrollar el Continente, tanto mediante la actividad empresarial como con obras educativas, asistenciales y de promoción humana. Estas últimas, sobre todo, son un punto de referencia importante para tantos pobres que viven en Europa. ¡Cuántos hay por nuestras calles! No sólo piden pan para el sustento, que es el más básico de los derechos, sino también redescubrir el valor de la propia vida, que la pobreza tiende a hacer olvidar, y recuperar la dignidad que el trabajo confiere”.
Si la geopolítica, a la señal de Francisco, se encamina a un consenso de ayuda y solución a nivel regional y global, nosotros no podemos seguir anteponiendo excusas a la solidaridad y al deber.