Cuando Eduardo Duhalde decidió enfrentar a Carlos Menem y a la década del 90’, no ahorró críticas ni comentarios ásperos. Sus argumentos centrales se fundaban en que el peronismo había realizado en esos diez años una política que nada tenía que ver con la doctrina justicialista. Que la sociedad estaba harta de neoliberalismo y que Menem era, en sus efectos políticos, el equivalente en la Argentina de lo que Reagan y Thatcher habían sido en sus respectivos países. ¡Expresión descarnada del capitalismo salvaje! y responsable de una política exterior que al globalizarse iba en desmedro de nuestra soberanía. Con sólo repasar los periódicos de aquellos años se verá lo cierto de estas aseveraciones.
Por otro lado, Duhalde le manifestó al autor de esta nota que ése fue el sentido de crear en 1999 el grupo Calafate (políticos e intelectuales progresistas que luego se sumaron al kirchnerismo) con el fin de instalar dentro del justicialismo esa vertiente, que repudiaba lo realizado en aquellos años.
El tiempo pasó, gobernó la Alianza, que alcanzó el poder con un discurso bifronte: aguantar la convertibilidad, por un lado, y una virulenta crítica a los 90’, por su integración al mundo, la desregulación, las privatizaciones que denominaron “la pésima venta de las joyas de la abuela”, y la extranjerización y frivolización de nuestra cultura tanto como de nuestra economía, por el otro. En síntesis, un discurso con cierto tufillo a nacionalismo rancio.
La Alianza se derrumbó y llegó Duhalde, que seguía manteniendo el mismo ideario de 1999. Esto es, un discurso progresista con cierto barniz de peronismo de los 40’. De su corta presidencia quiero rescatar sus declaraciones de fuerte tono antiimperialista y su proyecto económico de sustitución de importaciones, retornando a un discurso de capitalismo cerrado. Más allá de si se logró o no, lo cierto fue que Duhalde se afirmaba en estos valores hasta que viajó a España. Puesto que al volver manifestó algo así como “al viajar me he dado cuenta de la globalización y la realidad de la economía mundial”. Tarde comprendía lo que el peronismo había realizado en los 90’. El daño ideológico y cultural ya estaba hecho.
Tanto que el heredero natural de Duhalde fue Kirchner, la política que hoy padecemos. A esto no hay que sacarle ni ponerle nada puesto que como él siempre lo ha dicho (hay reconocerle honestidad y valentía), ha sido responsable de que esta familia nos gobierne.
Luego de diez años de kirchnerismo, con sus discursos antiimperialistas, sus actos en Mar del Plata con Chávez, sus simpatías por el régimen cubano e Irán, su desconfianza con el capitalismo globalizado, sus nacionalizaciones en medio de discursos añosos. Digo, después de todo esto y mucho más, nos venimos a enterar, el 7 de agosto de 2013, de boca de Cristina, en el almuerzo de honor del secretario general de las Naciones Unidas, lo siguiente: “Debo confesarles algo, en un primer momento, desde mi concepción, desde mi cosmovisión veía esa globalidad casi como una amenaza, pero hoy la veo como una inmensa virtud” (sic). ¡Tarde piaste!
Lamentablemente Cristina ha dilapidado diez años valiosísimos. ¡Los mejores desde hace cien años! Su progresismo le ha impedido entrar al futuro. Detenida en los años de su formación política, los 60’ y los 70’, piensa y actúa en sepia.
Si hubiera comprendido antes los efectos benéficos de la globalización, como ella afirma, otra conducta habría tenido con los sectores económicos internacionalmente competitivos. Por ejemplo, el sector agro-industrial. Todavía retumban en diputados los ecos fantasmagóricos de aquellos jóvenes militantes kirchneristas, que exultantes de espíritu revolucionario entonaban ¡Patria sí, Colonia no! cuando esa Cámara aprobó la resolución 125. ¡Una década perdida!