El trípode sobre el cual se asienta la inconcreta ideología progresista sostiene que el Estado es un justo distribuidor de la riqueza, garante de la equidad social y promotor del desarrollo económico. Resabio de la cultura decimonónica alemana que afirmaba que cuando un órgano del Estado ejecuta un acto de servicio, ese acto es necesariamente bueno. Así las cosas el estrepitoso fracaso del progresismo en la Argentina se asoma a la vista de todos aunque todos, aún, no lo perciban.
Seguridad, educación, salud y justicia conforman las cuatro obligaciones indelegables de todo Estado que se precie de estar al servicio de su pueblo. En esto hay una absoluta coincidencia entre los distintos cuerpos de doctrina, incluido el liberalismo moderno. Pero cuando uno observa a cada uno de estos rubros descubre que en los últimos doce años han retrocedido respecto de la calidad del servicio ofrecido anteriormente (educación, salud y justicia) y la inseguridad ha escalado a niveles jamás vistos.
No hay dudas que en educación estamos peor, hemos caído en todas las pruebas que nuestros alumnos abordan. El desgranamiento escolar es gigantesco. Recorrer los hospitales de la provincia de Buenos Aires y el interior del país es ingresar en un paisaje lunar, yermo y desolado. ¿La Justicia? Se amontonan los expedientes y hay que esperar años un pronunciamiento. Lo cierto es que no hay solamente ausencia de Estado hay algo peor que dejo para otra nota: la educación y la justicia han sido destruidas en su matriz magmática por el progresismo que todo lo permite, que no es meritorio, que todo lo disculpa y que des-responsabiliza a sus actores. Haciendo hincapié en los derechos se olvida de los deberes.
La inseguridad
Es el asunto central de la campaña electoral. Todos, absolutamente todos los políticos hablan de combatir la inseguridad. ¿Hay que creerles? ¿Tendrán el coraje suficiente para abordar este flagelo y el de la droga, asociada al delito? Me permito dudar. Esta batalla no es para maestras jardineras, psicólogos o docentes de plástica y menos para pichones. ¡Esto es una guerra, señores! Que se da contra individuos que desvalorizan su vida y la ajena y cometen todo tipo de tropelías, especialmente contra los más débiles. Y como guerra hay que encararla. Todos conocen en sus barrios los aguantaderos y las cocinas. Pues hacia allá deben marchar las fuerzas de seguridad y destruirlos. Seguramente va haber muertos de uno y otro lado. Penosamente los políticos solubles que supimos conseguir no están para asumirlos. Están para la foto, los emolumentos y los canapés. La ley de derribo para voltear aviones que niegan su identificación duerme el sueño de los injustos en el Parlamento, pues aprobarla significaría más muertos. De todos modos los muertos los tenemos. Claro, silenciosos y secretos. Caen como moscas en las callejuelas de los barrios desamparados. Esos muertos no se cuentan. Por Dios, ¡a qué decadencia hemos llegado!
La educación y la escolarización obligatoria que no se cumplen pues el Estado está ausente, pese al discurso progre, es la herramienta central para alejar del delito a los jóvenes que lo merodean. Según estadísticas del Ministerio de Educación hay ochocientos mil jóvenes ni-ni. ¿Y dónde está el Estado?
El combate para curar a los adictos es un chiste de mal gusto. La provincia orienta 180 millones de pesos por año, la Nación 700 millones. Fútbol para todos 1.400 millones. Y los nuevos contratos de la Cámpora al parecer suman 3.000 millones. ¡Son unos sinvergüenzas! La única institución que lucha contra el delito, la marginalidad y la droga es la Iglesia. ¡Loas a su trabajo!
No veo, entonces, solución. Sin tener ningún vínculo con el Frente Renovador sospecho que su desgranamiento es consecuencia, además de las vanidades, a la postura de este sector frente al intento del nuevo Código Penal, a la centralidad que le dan al tema del delito y la educación y a la ley de derribo. El progresismo que anida en este Frente se aparta lentamente.