Por: Diego Rojas
Días agitados atraviesa la Argentina y no tiene modo el ciudadano de respirar tranquilo ni hacer caso omiso ante tanto estímulo político exaltador. Dijo alguna vez el periodista Jon Lee Anderson —que recorrió cinco continentes para realizar sus crónicas y así se convirtió en maestro de maestros del oficio— que los países que más discutían de política en el mundo eran la Argentina e Irán. Que la política, decía, se introducía en las mesas de almuerzo y en los diálogos nocturnos. Que no tenía parangón con otros lugares en el orbe. Seguramente tenía razón. Estos últimos días lo demuestran. Vivimos una nación signada por los hechos políticos.
Imposible evitar el discurso político cuando la inflación amenaza con dar un salto exponencial luego de los tarifazos en las facturas de energía y transporte. De un día para el otro viajar hacia el trabajo o hacia cualquier destino cotidiano costará el doble —cuando los salarios no aumentaron en esa proporción ni por asomo— o prender la luz, usar la estufa, llamar por teléfono o bañarse tendrán también un aumento sideral en sus costos —cuando los salarios no aumentaron en esa proporción ni por asomo. Imposible evitar el diálogo político cuando una ola de despidos se cierne sobre los ciudadanos mismos, los vecinos, los amigos de los amigos, los parientes. Y mientras tanto suben los precios de los artículos de la canasta familiar a un ritmo prepotente. Es de esta manera que se manifiesta en estos lares el ajuste. De un modo brutal.
¿Y cómo cesar en la conversación política cuando finalmente se apresa a Jaime, a Ricardo Jaime, a un coimero? Nótese que no se utiliza el potencial ni las comillas para denominar a Jaime como coimero, ya que así fue señalado por la Justicia y no hay agravio en usar el término sino sencilla y simple realidad. Un coimero. Un funcionario que aceptaba dádivas a cambio de favores políticos. Una imagen de lo despreciable y lo nefasto. Jaime, hay que recordar, había sido condenado y excarcelado por la Justicia debido a su papel de coimero, aunque condenado nominalmente por esos actos execrables. También había sido condenado por su responsabilidad en la masacre de Once, que costó 51 vidas y sin embargo seguía en libertad, ya que la condena no era firme. Tuvo la Justicia que detenerse en los millones de euros pagados para comprar vagones chatarra para detener a un monstruo de la corrupción, que ni bien fue detenido adujo que no era suya la responsabilidad, sino que le correspondía a Julio de Vido y a la pareja presidencial de los Kirchner. Es posible. Sin embargo, el coimero hoy está preso y con justicia lo está.
Cuando, entonces, llegan a las mesas de los cafés y los momentos de distensión en la oficina y los almuerzos ejecutivos y todos lados los #PanamaPapers que desatan la fiebre por saber cómo se fuga y por qué el dinero de nuestro país. O por qué se crean empresas en el exterior en lugar de inscribirlas como todo hijo de vecino en el Banco de la Nación Argentina. O por qué se mudan dineros a ciudades que son sede de los paraísos fiscales en las Bahamas, las Seychelles, Gran Caimán o Uruguay antes que el propio país. El esfuerzo investigativo producido luego de la filtración que mostró el modo de accionar de Mossack Fonseca, la firma panameña especializada en registrar compañías fantasma en lugares propicios para el lavado de dinero o la evasión impositiva. Un accionar que roza al presidente Mauricio Macri, que fuera director de compañías con sede en las Bahamas o en Uruguay y que de este modo se proclama como un objeto de sospechas. La misma titular de la Oficina Anticorrupción, Laura Alonso, había señalado un par de años atrás que el modo de lavar dinero tenía como una instancia primordial la constitución de empresas en paraísos fiscales. Hoy Alonso se arrepintió y defiende al Presidente antes de cualquier investigación. Sin embargo, sus palabras anteriores quedan. No hay manera de que el manto de sospechas sobre Mauricio Macri o el grupo familiar empresarial que integra (y el silencio sobre sus actividades en empresas offshore al convertirse en funcionario público) cesen sin un adentramiento adecuado en el mecanismo de las compañías de su familia.
Cuando de repente se apresa a Lázaro Báez, el hombre que pasó de ser cajero en un banco a multimillonario de la obra pública en Santa Cruz. El hombre que pasó la última noche de Néstor Kirchner antes de su fallecimiento junto a su esposa y la entonces presidente Cristina Fernández. El hombre que construyó el mausoleo en el que se depositaron los restos del ex Presidente y quien colocó una placa donde se define como amigo del fundador del kirchnerismo. El hombre que fue señalado por la investigación periodística de Jorge Lanata y su equipo como la cabeza de un entramado de lavado de dinero, que finalmente fue la causa por la que hoy se encuentra detenido en el penal de Ezeiza. Uno de los símbolos de la corrupción afiebrada del kirchnerismo. La detención de Báez involucra al círculo íntimo de la ex pareja presidencial. Porque Báez es Néstor y Néstor es Cristina. Con los riesgos que ello implica.
Todo esto en el transcurso de unos pocos días, que no fueron ajenos a la movilización de los sectores laboriosos como los trabajadores estatales contra los despidos, los obreros industriales alimenticios en Pilar por aumento de salarios o los docentes de todo el país para reclamar el incremento de sus sueldos. Dice un dicho —o una maldición— “Ojalá que vivas tiempos interesantes”. Interesantes son los tiempos que vive hoy la Argentina. Ojalá que la detención de Lázaro Báez no oculte la vinculación de Mauricio Macri con los #PanamaPapers, que la detención del coimero Ricardo Jaime no oculte el tarifazo, los despidos o la inflación. Sólo de este modo la ciudadanía estará en condiciones de elaborar un balance sobre estos tiempos interesantes en los que la política atraviesa no sólo los diálogos sino también las conciencias.