Colombia y el espectro del 11-S

Fabián Calle

Algunos de los escombros de las Torres Gemelas cayeron sobre las FARC.

El pasado 21 de diciembre, la prestigiosa periodista Dana Priest describió y analizó en detalle en un artículo publicado en The Washington Post algo que muchos imaginaban pero no lograban desentrañar en detalle: el rol central y activo de los EEUU en el debilitamiento de las guerrillas colombianas de las FARC durante la última década. Dos factores claves alteraron la reticencia de Washington a adoptar un rol más activo en esa guerra. El primero, el antes y el después producido por los ataques terroristas del 11 de septiembre del 2001 en Nueva York y Washington, y la forma en que ese trauma derivó en una estrategia antiterrorista a escala global.

Dicha estrategia partía de la premisa según la cual -por razones tácticas, estratégicas o, en algunos casos, por engaño y trampa de algunas de las partes- las facciones fundamentalistas islámicas del terrorismo -la red Al-Qaeda en especial o aun la pro iraní Hezbollah y las fuerzas de élite iraníes o Quds- podrían establecer esquemas de cooperación con grupos ateos y marxistas como las FARC o, inclusive, con émulos de “cara cortada” sin otra ideología que el dinero y la buena vida, o sea, con narcos y pandillas latinoamericanas. Bajo esta premisa de “el peor de los escenarios posibles”, la guerra en Colombia contra las FARC y sus más de 20 mil combatientes (para ese mismo momento del 2001) dejó de ser un conflicto ajeno sobre el cual se intentaba interferir lo menos posible.

Desde los años 80, EEUU buscaba ayudar a Bogotá contra el narcotráfico, pero sin “meterse en el barro” del conflicto armado político ideológico que grupos como FARC y ELN planteaban a la democracia colombiana. Pero para cuando las torres gemelas caían en Nueva York, el primero de estos grupos armados llegaba a la cúspide de su poder y algunos de sus múltiples frentes se encontraban a 50 kilómetros de Bogotá (todo un símbolo, aunque ello no significara que pudieran tomar la ciudad o el poder). Los veteranos líderes farquistas ordenaban ataques que, en algunos casos, implicaban el uso de hasta 2.000 combatientes -es decir, el paso de tácticas de guerrillas a una verdadera guerra de movimiento casi convencional.

Ya en la década de los 90, post colapso de los grandes cárteles  de la droga (pero no del narcotráfico) de Medellín y Cali, los grupos armados más ideologizados y políticos, como las FARC y sus rivales a la derecha del espectro ideológico, las milicias irregulares de las “autodefensas” o “paras” pasaron a tener un rol central en la producción y exportación de droga, una fuente inestimable de recursos para financiar sus acciones. Ese hecho complicaba la barrera que el Plan Colombia (un programa de apoyo de más de 1100 millones de dólares anuales y medio millar de asesores impulsado por la administración Clinton en el 2000) ponía entre el combate al narcotráfico y la guerra civil colombiana. AUn así, el Congreso americano velaba para que la asistencia estadounidense se concentrara en el intento de desarticular los embarques de cocaína y no en las escaramuzas fratricidas. En 2002, la administración Bush, ya en plena guerra contra el terrorismo global, decidió impulsar un cambio de estas limitaciones, que fue aceptado por una contundente mayoría de legisladores oficialistas y opositores. El Plan Colombia pasaba a tener “ahora sí” un componente de contrainsurgencia.

El segundo factor clave fue la decisión de las FARC -desafortunada para la misma guerrilla- de secuestrar a dos pilotos de nacionalidad americana que llevaban a cabo tareas de inteligencia aérea sobre la selva colombiana en 2003. Tal como relata Dana Priest, esta toma de rehenes no hizo más que consolidar la decisión de la Casa Blanca, del Pentágono y de la inteligencia americana de dedicar más y mejores recursos a Colombia. Comenzaron con el uso de pequeñas unidades de fuerzas especiales en el terreno y profundizaron también la capacidad de la (gracias a Snowden) ahora famosa NSA para interceptar comunicaciones y procesar imágenes aéreas y satelitales. Compartir parte de esos flujos masivos de información con las FFAA colombianas fue otro salto de calidad en la colaboración con las operaciones que, a partir del 2002, el entonces nuevo y aguerrido presidente Álvaro Uribe llevaba adelante.

Otro salto adicional, citado por Priest, fue la propuesta de un coronel americano destinado en Colombia en el 2006 de facilitar a ese país sistemas de guía vía GPS-satelital para las bombas de la Fuerza Aérea, así como también adaptarlas a los veteranos pero siempre contundentes aviones de ataque a tierra A37. La combinación de esta tecnología y la información e imágenes brindadas por la NSA constituyeron un instrumento letal para abatir a más de medio centenar de mandos de las FARC en los últimos siete años, incluyendo el famoso caso del comandante Raúl Reyes, atacado y eliminado mientras dormía en un campamento en Ecuador, en 2008.

Sobre este último hecho, que generó un fuerte pico de tensión entre Colombia y el eje Ecuador-Venezuela, el notable informe de Priest arroja un haz de luz. Por un lado, desmiente que la cabeza de lanza del ataque hayan sido los aviones de fabricación brasileña Supertucano (cuya empresa fabricante dio una amplia difusión a las virtudes de ese aeroplano luego de la incursión) y afirma que los responsables de la operación fueron los veteranos A37 de fabricación estadounidense (y cuyas primeras versiones actuaron en escenarios tan variados como la guerra de Vietnam y la guerra civil en El Salvador). Por el otro, confirma el rol de la inteligencia de comunicaciones y de imágenes de los EEUU en el otorgamiento de mayor precisión a la incursión. Al entrar más en detalles técnicos sobre las bombas guiadas, muestra cómo la ecuación costo-beneficio fue más que conveniente. El sistema de guiado se podía agregar a bombas de 110, 250 y 500 kilos ya en servicio en la Fuerza Aérea colombiana a un costo de unos 20 a 30 mil dólares por módulo de guiado. Ese sistema, dotado de aletas estabilizantes y de orientación, logró niveles de precisión de impacto de un metro a 30 cm del blanco. Desde 2006 en adelante, el poder político de Colombia -tanto Uribe como luego su ex ministro de Defensa y ahora presidente Juan Manuel Santos- no ha hecho más que reforzar el poder aeronáutico del país, por medio de la incorporación de versiones modernizadas del veterano pero siempre contundente avión de combate y ataque a tierra KFIR de origen israelí (una versión reformada en los años 70 del Mirage francés con el agregado de un motor de fabricación americana), así como de la entrega a las fuerzas militares de decenas de ágiles y veloces helicópteros de transporte Black Hawks estadounidenses.

Este rol activo de Washington y sus agencias muestra cómo el extremo norte de Sudamérica fue, en parte, escenario de la ofensiva contra el terrorismo que primó en los intereses nacionales de los EEUU post 11-S. No obstante, cabe diferenciar de manera sustancial esta participación de las acciones de fuerzas especiales de ataque y vehículos aéreos no tripulados dotados de misiles aire-tierra que se dan desde hace más de una década para debilitar y decapitar a redes como Al Qaeda en Irak, Afganistán, Libia, Pakistán y Yemén, así como a los talibanes en Pakistán y Afganistán. La administración Obama ha mantenido y multiplicado esa práctica. No casualmente, tal como lo demuestra la reciente encuesta del Pew Resarch Center, el combate al terrorismo es el único punto de la agenda de política exterior del presidente demócrata en donde la población tiene una opinión más favorable que desfavorable. En el caso de Colombia, tal como lo explicamos, son las fuerzas de ese país y no el Pentágono las que tienen a cargo las letales incursiones. Bogotá no está ajena a la tendencia de dotarse de esta nueva generación de verdugos sigilosos que son los vehículos no tripulados. Pero para ello, no se ha orientado hacia material americano sino de origen israelí del tipo Hermes 450 y Hermes 900 para control, vigilancia y detección de blancos, que no han sido todavía empleados para ataque a tierra, si bien podrían llevar algún misil a futuro para comenzar con ese tipo incursiones.

Asumir que los éxitos rotundos obtenidos por el Estado democrático colombiano contra las FARC y el ELN se deben meramente a la información de inteligencia y bombas GPS de los EEUU sería un reduccionismo y una simplificación, que sólo tendería a subestimar el esfuerzo humano y material de las autoridades y de su pueblo. Se trata, efectivamente, de un Ejercito que a comienzos del presente siglo llevó a cabo un amplio estudio y readecuación de su estrategia antiinsurgente y que, entre otros logros, apuntó a identificar y atacar de manera contundente los puntos de equilibrio y la retaguardia estratégica de las FARC en zonas como la Macarena. Vale también destacar el esfuerzo de la administraciones de Pastrana, Uribe y ahora Santos para potenciar la recaudación fiscal del Estado, con impuestos especiales a los sectores más acaudalados, para incrementar los presupuestos de las FFAA y Policía Nacional.

No menor fue también la decisión de establecer un mecanismo de depuración vía judicial de las malas prácticas que pudiesen haber ocurrido durante la lucha contra el terrorismo -tal el escandaloso caso de los “falsos positivos” o una contabilidad falsa y en muchas casos violatoria de los DDHH de bajas de enemigo-, o la detención y en muchas casos la extradición a cárceles de los EEUU de los más temibles mandos de las bandas armadas de ultraderecha o “paras” que asolaron al país durante las década de los 80 y 90. No casualmente, el año pasado y luego de perder parte sustancial de su dirigentes y ver reducidos sus combatientes a 8 mil efectivos y en descenso, los mandos guerrilleros se vieron forzados a buscar un diálogo de paz con el gobierno de Santos, con los buenos oficios de Cuba y de Venezuela. A diferencia de todos los procesos fallidos previos (siendo el último y más resonante el existente entre 1998-2001), esta vez un descarrilamiento total sería costoso y sangriento para la estable y añeja democracia de Colombia pero mortal y definitivo para la insurgencia que siempre aspiró a representar y liderar a las masas de este país… sin que éstas nunca los correspondieran. Un viejo “síndrome de búnker” o soberbia armada de vanguardias sin pueblo.